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jueves, 10 de noviembre de 2011

El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la pllera furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo obscuro sobre el suelo: “¡voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.

Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.

Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya ya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las polleras abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la pollera negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.

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